La última obra de gran envergadura que vi de Mateo Maté fue la extraordinaria instalación que hizo en la sala Abiertoxobras, en el Matadero en Madrid el año pasado. Ese es un espacio singularmente difícil, tanto por su rotunda arquitectura fabril como por el hecho de que conserva el hollín que dejó en las paredes, el techo y el suelo el fuego que consumió la enorme cámara frigorífica que allí estaba instalada, cuando Matadero era efectivamente el matadero de Madrid y no un vasto conglomerado de naves industriales vacías que paso a paso van siendo ocupadas por espacios culturales.
Maté copó entonces el espacio ennegrecido de esa gran sala ciega con una voluminosa masa de muebles y objetos heterogéneos dispuestos de tal manera que reproducían los típicos recintos de una casa común y corriente: el salón, el comedor, la cocina, la despensa, los dormitorios, etcétera. El conjunto era recorrido de cabo a rabo e incesantemente por un trenecito de juguete que transportaba la cámara de vídeo que grababa las imágenes proyectadas en streaming en la enorme pantalla que ocupaba la pared del fondo. El resultado era muy impactante porque aquello que, en el primer vistazo, aparecía como una confusa aglomeración de cosas y enseres domésticos que apenas podían distinguirse en la penumbra iluminada a ráfagas por la proyección del vídeo se transformaba por obra de la imagen en movimiento y del salto de escala de lo liliputiense a lo monumental en una auténtica metrópoli, con sus avenidas, sus calles, sus rascacielos, sus fabricas, sus almacenes y depósitos, sus plazas, sus recodos y sus recovecos. Metrópolis extraña e irreconocible y que sin embargo antes que ajena resultaba familiar. Como resultan tantas otras obras e intervenciones de Mateo Maté en las que su clara voluntad de extrañamiento de lo doméstico y lo cotidiano se resuelve paradójicamente en la domesticación del extrañamiento. En su asimilación por una normalidad incombustible.
Quizás sea este el signo de la época, o la figura de su stimmung, de su sensibilidad dominante, incapaz de sorprenderse por nada de lo que debería sorprenderle justamente por extraño, por espantoso o por inconcebible. O quizás solo sea una impresión mía, causada por un embotamiento de los sentidos exclusivamente mio. Pero sea cual sea el estatuto de esta domesticación del extrañamiento, lo cierto es que volví a experimentarla visitando la intervención que Mateo Maté ha realizado en el monasterio medieval de Santo Domingo de Silos (13.03.12), un lugar apartado del mundanal ruido donde los haya, donde los monjes se dedican a la oración, el trabajo y a la meditación en la paz y el aislamiento que asegura la solida arquitectura claustral. Maté interrumpió abruptamente ese sosiego de siglos con una instalación en una de las escuetas salas de piedra del convento que es una réplica de cualquiera de las celdas que habitan los monjes con la notoria diferencia de que todos sus muebles están flotando. Y hay de nuevo una cámara de video, colocada esta vez en uno de los extremos de un eje de metal, suspendido del techo al igual que los muebles, que va girando en círculo lentamente para permitir que la cámara capte y transmita una visión tan detallada como insólita de ese mobiliario en estado de suspensión. Tendría que haberme sorprendido, debería haberme sorprendido y sin embargo no me sorprendió.Ojalá haya sorprendido a los monjes, sometidos presumiblemente a un sensorium o por lo menos a un régimen de visibilidad menos agobiante que el nuestro.
Maté copó entonces el espacio ennegrecido de esa gran sala ciega con una voluminosa masa de muebles y objetos heterogéneos dispuestos de tal manera que reproducían los típicos recintos de una casa común y corriente: el salón, el comedor, la cocina, la despensa, los dormitorios, etcétera. El conjunto era recorrido de cabo a rabo e incesantemente por un trenecito de juguete que transportaba la cámara de vídeo que grababa las imágenes proyectadas en streaming en la enorme pantalla que ocupaba la pared del fondo. El resultado era muy impactante porque aquello que, en el primer vistazo, aparecía como una confusa aglomeración de cosas y enseres domésticos que apenas podían distinguirse en la penumbra iluminada a ráfagas por la proyección del vídeo se transformaba por obra de la imagen en movimiento y del salto de escala de lo liliputiense a lo monumental en una auténtica metrópoli, con sus avenidas, sus calles, sus rascacielos, sus fabricas, sus almacenes y depósitos, sus plazas, sus recodos y sus recovecos. Metrópolis extraña e irreconocible y que sin embargo antes que ajena resultaba familiar. Como resultan tantas otras obras e intervenciones de Mateo Maté en las que su clara voluntad de extrañamiento de lo doméstico y lo cotidiano se resuelve paradójicamente en la domesticación del extrañamiento. En su asimilación por una normalidad incombustible.
Quizás sea este el signo de la época, o la figura de su stimmung, de su sensibilidad dominante, incapaz de sorprenderse por nada de lo que debería sorprenderle justamente por extraño, por espantoso o por inconcebible. O quizás solo sea una impresión mía, causada por un embotamiento de los sentidos exclusivamente mio. Pero sea cual sea el estatuto de esta domesticación del extrañamiento, lo cierto es que volví a experimentarla visitando la intervención que Mateo Maté ha realizado en el monasterio medieval de Santo Domingo de Silos (13.03.12), un lugar apartado del mundanal ruido donde los haya, donde los monjes se dedican a la oración, el trabajo y a la meditación en la paz y el aislamiento que asegura la solida arquitectura claustral. Maté interrumpió abruptamente ese sosiego de siglos con una instalación en una de las escuetas salas de piedra del convento que es una réplica de cualquiera de las celdas que habitan los monjes con la notoria diferencia de que todos sus muebles están flotando. Y hay de nuevo una cámara de video, colocada esta vez en uno de los extremos de un eje de metal, suspendido del techo al igual que los muebles, que va girando en círculo lentamente para permitir que la cámara capte y transmita una visión tan detallada como insólita de ese mobiliario en estado de suspensión. Tendría que haberme sorprendido, debería haberme sorprendido y sin embargo no me sorprendió.Ojalá haya sorprendido a los monjes, sometidos presumiblemente a un sensorium o por lo menos a un régimen de visibilidad menos agobiante que el nuestro.
Carlos Jiménez
Fuente: El arte de husmear
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