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Plutocracia tras una máscara de afable filantropía

Sam Pizzigati


No todos los plutócratas conspiran en la sombra como los furibundos derechistas hermanos Koch. Debemos aprender a reconocer los golpes de estado más sutiles de la plutocracia. ¿Cuál es el mejor manual? La lucha por el futuro de la educación.

La primera gran irrupción de la palabra “plutocracia” en nuestra conciencia política nacional fue en el siglo XIX y el concepto sigue evocando hoy, más de un siglo después, las mismas imágenes de entonces.

Cada vez que se menciona la palabra “plutócrata” nos imaginamos a un banquero de Wall Street con los bolsillos rebosantes de billetes o a un magnate ladrón, rezongando el “maldito lo público” (public be damned) mientras amaña elecciones con una mano y quiebra sindicatos con la otra.

Algunos de nuestros plutócratas actuales (los multimillonarios hermanos Koch, por ejemplo) encajan bastante bien en esta imagen. Plutócratas tales como los Koch se deslizan entre las sombras, financiando a los políticos más reaccionarios y repulsivos de nuestra sociedad, mientras despotrican de los sindicatos, los impuestos y las regulaciones gubernamentales.
Pero no todos los plutócratas actuales escupen azufres libertarios o incluso flirtean, como han hecho los Koch, evocando eslóganes de nuestro pasado segregacionista.

De hecho, la mayor parte de nuestros mega ricos se parece bien poco a los hermanos Koch. Estos plutócratas ilustrados parecen estar más obsesionados con la filantropía que con los beneficios. Más que entre las sombras se deslizan entre las salas de juntas de las fundaciones, prometiendo ayudas, yendo de un simposio de altos principios a otro o proponiendo iniciativas que seguro traerán “eficiencia” e “innovación” a los problemas más acuciantes de nuestra sociedad.

Puede que éste sea el rostro futuro de la plutocracia, su verdadera “apariencia” en el siglo XXI. Pero, ¿qué hará tal plutocracia por nosotros y a nosotros? La arriesgada lucha actual por la reforma de las escuelas públicas norteamericanas nos da una pista.

“El tema más candente entre los directores de los fondos de inversión libre de Wall Street actualmente no es la reforma financiera,” apuntó el principal columnista político del Globe and Mail de Toronto, Konrad Yakabuski, a principios de mes. “Es la reforma educacional.”
Los multimillonarios, por supuesto, tienen todo el derecho, como ciudadanos, a abogar por cualquier postura o visión política a nivel público que elijan. Pero en una Norteamérica de profundas desigualdades, dichos multimillonarios no solamente tienen derechos. Sus enormes fortunas les otorgan un enorme poder, más que suficiente para imponer y no sólo abogar por sus posturas.

“Unos pocos miles de millones de dólares provenientes de fundaciones privadas, invertidos estratégicamente cada año durante una década, han bastado”, observa el analista en educación Joanne Barkan, “para perfilar el debate nacional sobre la educación.”
Tres fundaciones multimillonarias marcan las pautas: una financiada con la fortuna de Microsoft, otra con la de Wal-Mart y la otra con la del imperio de seguros AIG. Las fundaciones Gates, Walton y Broad no están siempre de acuerdo tras cada vuelta de tuerca en la política educacional, pero las tres siguen el mismo guión básico.

Las escuelas públicas americanas están malogrando a los estudiantes pobres, propone el argumento de este guión, porque hay demasiados profesores incompetentes al cargo de nuestras aulas. Debemos someter a los alumnos a test para identificar (y substituir) a estos educadores incompetentes. Debemos contratar docentes cualificados, pagarles extra si hacen bien su trabajo y seguir sometiendo a los escolares a test normalizados para asegurarnos de que estos profesores siguen realizando un trabajo efectivo.

Los sindicatos de profesores, continúa el argumento, se opondrán a estas reformas. Pero un verdadero reformista puede vencer a los sindicatos cerrando escuelas “fracasadas”, por ejemplo, y reemplazándolas por escuelas “concertadas” de iniciativa privada, financiadas con fondos públicos. Estas escuelas concertadas seguro tendrán éxito puesto que no deberán preocuparse por procesos a seguir, antigüedades o finuras contractuales del sindicato de profesores.

Todo este enfoque sobre la “reforma” escolar depende fundamentalmente de dos supuestos raramente defendidos. El primero: que los estudiantes pobres aprenderían mucho más si tan sólo tuvieran profesores más competentes. El segundo: que de los resultados de los test normalizados a los que se someten los estudiantes se desprenden las pistas necesarias para identificar profesores más capaces.

Sin embargo, un gran número de investigadores en educación independientes han expuesto repetidamente la vacuidad de ambos supuestos. Un sondeo reciente revela que el consenso de los investigadores concluye que es probable que la docencia “sea responsable de alrededor de un 15 por ciento de los resultados de los alumnos.”

Los factores extraescolares (la dinámica de la pobreza que abarca desde la falta de vivienda y el hambre hasta la inestabilidad doméstica o de barrio) tienen un impacto hasta cuatro veces mayor.

Los test normalizados pueden también regularse, apuntan investigadores como Dan Koretz de Harvard, inculcando a los pupilos “estrategias de resolución de test que contaminan la capacidad de los examinadores para averiguar lo que los estudiantes realmente saben”.

En caso de que el método de inculcar estrategias falle, hay tanto en juego que los test fomentarán de forma sistémica trampas y estafas (pagos extra según los resultados, ascensos). En Atlanta, Baltimore y Washington D.C., tres ciudades en las que las fundaciones multimillonarias ejercen una gran influencia, ha salido a la luz un gran número de escándalos relacionados con los test.

Dichos escándalos no han frenado la ofensiva multimillonaria sobre la “reforma” educacional. Tampoco lo ha hecho la ausencia significativa de resultados positivos por parte de distritos como Nueva York o Chicago, en los que los reformistas multimillonarios imperan.

Muy al contrario, a pesar de los funestos antecedentes de los multimillonarios, su enfoque a la reforma educacional se ha convertido esencialmente en la política oficial del Departamento de Educación de los Estados Unidos, y los distintos estados, para obtener nuevos fondos de ayuda federal, tienen que reformular sus leyes y regulaciones siguiendo las pautas que han estado promoviendo los mega ricos.

¿Qué significará todo esto para las escuelas en el futuro? Incluso algunos analistas conservadores, como Frederich Hess, miembro del American Enterprise Institute, advierten que se avecina un descarrilamiento.

El analista progresista Joanne Barkan, por su parte, ha explicado qué puede ocurrir si tal descarrilamiento se produce: “un alto grado de adecuación de la docencia a los test, profesores desmoralizados, una corrupción desenfrenada por parte de las compañías privadas de gestión, miles de escuelas concertadas fracasadas y más escolares pobres con una educación deficiente.”

¿Por qué no puede haber más personas que prevean el descarrilamiento? Los multimillonarios y sus fundaciones han contaminado el proceso político. Han socavado, con su esplendidez, la independencia de instituciones que deberían estar protegiendo el interés público.

Las fundaciones multimillonarias, explica Barkan, despilfarran subvenciones para grupos de investigación y expertos que examinan los programas que financian. Reparten aún más millones “para que los canales de televisión adecúen sus programas y los informativos sus reportajes.”

Además, muchas de las grandes empresas poseen un sector financiero interesado en apoyar la visión multimillonaria sobre la reforma educacional. El sistema de test normalizados que demandan los multimillonarios se ha convertido en una mina de oro. Un gigante de la industria de la educación, Pearson, ha recaudado 500 millones de dólares de tan sólo un estado, Tejas, destinados al contrato con el que pretende crear y administrar cinco años que hagan merecer los test normalizados.

Sin embargo, sugiere Dana Goldstein de la revista Nation, puede que los multimillonarios tengan razones más profundas para imponer su visión sobre la educación, para insistir tanto en que poner profesores “más cualificados” en las aulas norteamericanas puede ser la solución para superar el problema de la pobreza.

“Si los Estados Unidos pudieran de alguna forma garantizar a los pobres una oportunidad justa de alcanzar el sueño americano únicamente modificando las políticas educacionales,” observa Goldstein, “quizás entonces no tendríamos que sentirnos tan condenadamente mal por tanta desigualdad, por las tasas impositivas bajas y las lagunas legales que benefician a los super ricos y nos impiden ampliar el acceso al cuidado infantil y a los cupones de alimentos.”

“Los contribuyentes financian más del 99 por ciento del coste del sistema educativo K-12,” añade Joanne Barkan. “Las fundaciones privadas no deberían manipular las políticas públicas en su lugar.”

Eso no es democracia, es plutocracia.

Sam Pizzigati edita Too Much, un semanario electrónico sobre abusos y desigualdades publicado por el Instituto de Estudios Políticos, con base en Washington.

Traducción para www.sinpermiso.info: Vicente Abella Aranda

Fuente: Sinpermiso

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