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Certificado de nuestra existencia

18/03/2011
María Eugenia Gutiérrez / Profa. Dpto. Periodismo I. Universidad de Sevilla
Redacción. Texto publicado en la Revista NOTON nº4

Jóvenes manifestantes / S.S.
Lo cierto es que todo sucedió de forma espontánea e inconsciente, como casi todas las grandes lecciones que recibimos en nuestra vida. Era una mañana cualquiera del mes de enero de 2011 y me hallaba enfrascada en la lectura de un artículo publicado en El País por el politólogo y sociólogo argelino Sami Naïr, “La revuelta de los descamisados”. “…de los descamisados”, es decir, que lo que parece definir o diferenciar a esta revuelta de otras son sus protagonistas: “los descamisados”, término que en su sentido figurativo alude a la situación social –de empobrecimiento- de este colectivo. ¡Dios! ¡El fantasma de los “sans-culottes” sacude –por fin- el Magreb!, pensé. Pero lejos de las analogías históricas que podamos hacer y a pesar de las connotaciones despectivas que haya adquirido el término “descamisados” en su acepción más comúnmente conocida (la elite argentina antiperonista usaba este término para denominar a la clase obrera peronista), Naïr no parece hacer uso de este vocablo para fomentar la imagen de “amenaza” que la maldad innata de unos jóvenes-gamberros representa para la seguridad nacional, sino que parece fijar su mirada en la trascendencia histórica que pueda tener el hecho de que los jóvenes tunecinos, conscientes de su “no futuro”, hayan decidido protagonizar esta “revolución” popular.

Y es que el uso intencionado del término “descamisados” parece estar apuntando hacia el origen de la revuelta: ese “no futuro”; lo que vendría a significar que es la situación social en la que viven la que les dota de la condición de “desheredados”: no tienen acceso a un trabajo, ni a una vivienda, ni pueden expresarse libremente, ni ejercer su libertad ideológica, etc. Es más, el politólogo argelino argumenta que sus “aspiraciones se manifiestan con actos violentos porque justamente estos jóvenes no tienen derecho a hacerlo democráticamente”. No obstante, resulta extraño que no se haya aprovechado la ocasión –una vez más- para islamizar estos actos, tal y como se nos tiene acostumbrado a los lectores de Occidente. Por el contrario, Naïr califica las reivindicaciones de los jóvenes como “laicizadas” y con ello pretende poner en cuestionamiento el argumento oficialista utilizado desde los regímenes autoritarios de cara a Occidente, según el cual toda protesta social que acontezca en los países árabes está manipulada por el “islamismo”, con el fin de reprimirlas sin que sean acusados de vulnerar los Derechos Humanos. Asimismo, y lejos de convertirse en cómplice en la reproducción del discurso hegemónico, intenta darnos a conocer cómo se sienten los jóvenes tunecinos y argelinos, quienes parecen hallarse “atrapados entre dos sistemas, en efecto, antagónicos pero a la vez cómplices: el del poder y el igualmente cerrado y corrompido de la contrasociedad islamista.”

Pero, ¿qué querrá decirnos Naïr con esta traducción de los hechos? ¿Que debemos creer en lo que potencialmente podemos hacer los jóvenes? Desde el inicio de su disertación, encontramos frases que apelan directamente al lector para que éste haga algo: ¿Pensar? Leamos algunas de esas frases: “Debemos tomarnos en serio la revuelta de los jóvenes que sacude el Magreb…”, “Está llena de lecciones sobre la inversión de los valores y de las relaciones de fuerza en estos países…” y “Éste es un momento crucial…” En cierto modo, parece ofrecernos un espejo donde mirar-nos, donde poder ver lo que puede llegar a ser nuestra realidad en un futuro no muy lejano. Lo trágico de esta situación es que no nos resulta difícil imaginar un posible futuro similar. Sólo hace falta echarle un vistazo a los periódicos nacionales y encuentras noticias como ésta: “Crece el desempleo y especialmente entre los jóvenes de entre 16 y 25 años, cuya tasa de paro es del 40%” (Expansión. 02/01/2011). Dado este dato, cabría preguntarse: ¿hay futuro para nosotros? ¿Cuántos de los jóvenes no tendrá acceso ni siquiera a un trabajo precario? Piensen que según los preceptos ideológicos en los que se basa el actual sistema económico y político, el trabajo es el medio de realización personal del individuo. Y, entonces, ¿por qué se nos niega?

Quizás debamos aprovechar este momento de crisis para revisar los términos en los que se firmó el contrato social. ¿Qué espera el poder de nosotros? ¿Que no nos movamos? ¿Que no hagamos nada? Es decir, que renunciemos a la condición que se le presupone a todo joven de creer en la perfectibilidad del hombre, de pensar otra organización social, de hacer historia desde la memoria heredada, etc. A cambio, papá-Estado nos ofrece vivir de las comodidades y bienestar que nos podía proporcionar un país como España, definido en la Constitución española de 1978 como un Estado social y de derecho. Y utilizo el pretérito imperfecto a sabiendas, pues a día de hoy parece no poder cumplir con su parte del trato, ya que estamos observando cómo de forma velada se nos están vulnerando determinados derechos sociales, económicos y políticos. Pero la tensión –en ocasiones, preludio del conflicto social- parece ser inevitable, aunque desde arriba se intente una y otra vez reconducir las acciones protagonizadas por jóvenes que pudieran dar la sensación de que algo se puede estar moviendo. Un ejemplo claro fue el encuadre en el que nos presentaron las manifestaciones “en contra” del proceso de Bolonia. El 26 de noviembre de 2008 el suplemento “Campus” de El Mundo, dedicado a profundizar en los temas de interés relacionado con la educación superior, publicaba el siguiente reportaje bajo el titular: “Los lemas de las manifestaciones reflejan el desconocimiento del EEES…”. Entradilla: “Los miles de universitarios que han salido y saldrán a la calle en toda España protestan contra Bolonia pero… ¿Tienen claro qué es eso de Bolonia? Sus eslóganes muestran una enorme distancia entre el texto sus interpretaciones.”

Y supongo que no me queda otra que admitir que parte de los adjetivos con los que se nos define a los jóvenes: violentos, conformistas, apáticos, desapasionados… y, además, ignorantes, se corresponde con parte de la realidad experimentada por todos. Pero el problema reside en que interioricemos de forma inconsciente todos esos calificativos y la falta de acción -o “malas” acciones- que los acompañan como lo único que se espera de nosotros. Porque esa actitud sólo implicaría la desvalorización de nuestra propia vida y, con ello, la anulación de la historia y del pensamiento. Por ello, observé en el acto de fe que conforma el texto de Sami Naïr una oportunidad para re-pensar-nos en los términos en los que el filósofo Sartre entendía ser o estar vivo: “El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere”, y para certificar nuestra existencia a partir del poema ¿Qué les queda por probar a los jóvenes?, de Mario Benedetti: “¿Qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de paciencia y asco?/ ¿sólo graffiti? ¿rock? ¿escepticimo?/ también les queda no decir amén/ no dejar que les maten el amor/ recuperar el habla y la utopía/ ser jóvenes sin prisa y con memoria/ situarse en una historia que es la suya/ no convertirse en viejos prematuros […] ¿Qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de consumo y humo?/ ¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas?/ también les queda discutir con dios/ tanto si existe como si no existe/ tender manos que ayudan/ abrir puertas/ entre el corazón propio y el ajeno/ sobre todo les queda hacer futuro/ a pesar de los ruines del pasado/ y los sabios granujas del presente.” A todos los creyentes en ellos mismos, os regalo estos versos.

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