22/12/10
El Curioso Impertinente Francisco Ortiz
Cómo miramos a los otros
Siempre, desde que era un muchacho, me ha fascinado conocer lo que había “al otro lado de la colina”. En mi casa se hablaba a menudo del extranjero, un lugar mítico donde se vivía bien. El mundo se dividía, al fin, en dos: España y el extranjero. Eramos, pues, emigrantes. Más adelante conocí Holanda, Londres, Alemania. Allí asumí otras maneras de vivir, hablé en unos idiomas distintos al mío: holandés, inglés. Quiero decir, que para mí han sido una parte de mi experiencia vital ciudades como Haarlem, Volendam, Oxford. En mi contacto con otras gentes he encontrado una fuente de emociones, de impresiones tan directas como verdaderas. Ampliar mi mundo y descubrir a los otros ha sido parte de mi desarrollo como persona, como ciudadano.
Así ha ocurrido también con nuestra sociedad desde los años de la Transición. España había vivido encerrada en sí misma, luego ha salido afuera, a emigrar a Venezuela, a Francia, etc., en una suerte de odisea que ha cambiado su mirada… En los ’80 hemos ingresado en la Comunidad Europea, queríamos ser algo más que españoles. La nación española tuvo alas, entonces, para alcanzar la siguiente colina, Europa.
Los extranjeros (maldita palabra), los turistas, vinieron a España. Tuvimos que hablar francés e inglés para entenderlos, y asimilamos sus ideas nuevas, democracia, libertades en las costumbres. Y llegaron los ’90, en los que empezamos a viajar “overseas”: Egipto, Indonesia, Kenia, Costa Rica. El rico caleidoscopio humano deslumbró a los españoles: se podía sentir el cariño del mundo árabe hacia la España de Al Andalus, hablar con los argentinos en castellano, y regatear en catalán en los zocos de Yakarta y Estambul. Sí, el mundo, sus habitantes, era fascinante.
Nuestras casas se llenaron de souvenirs, nuestras lecturas se volvieron exóticas y aumentó el número de matrimonios mixtos. Sí, el amor trajo lo que Icíar Bollaín llamó “Flores de otro mundo”.
Pero pronto despertamos del sueño. Desde finales de los ’80 conocimos a los emigrantes del Sur, que venían en pateras. Las muertes en el Estrecho de Gibraltar aparecían, en los telediarios, como una constante tragedia. Nos sentíamos mal por ello, eran criaturas con mala suerte. Pero no eran de los nuestros.
Entonces llegaron los incidentes xenófobos de El Ejido, en febrero de 2000. La “santa” indignación de la gente fue jaleada por las teles locales y por su alcalde, y se dio caza al extranjero, considerado el chivo que expía todos los crímenes, todas las culpas.
Enseguida las televisiones nos mostraron la magnitud del odio, la fuerza del miedo a los otros, en vivo, en directo. Muchos nos horrorizamos. Pero pronto se tapó el “incidente” y volvimos la mirada a otro lado.
En los últimos diez años la nación española asistió a la llegada de colectivos latinoamericanos, africanos y de Europa del Este. Pequeñas naciones han venido a trabajar, a fundar sus familias aquí, y nos han dado su patrimonio cultural, vital. España es, en 2010, un “campo de las naciones”: Marruecos, Senegal, Nigeria, Ecuador, Perú, China, Rumanía, Polonia, Bulgaria, etc.
En este contexto, la eterna crisis capitalista, el individualismo posmoderno, más los estereotipos y clichés sobre la raza española, han catalizado en una suerte de xenofobia cotidiana, popular. Las miradas en los autobuses, en los mercados, en los colegios, hacia los inferiores, los extranjeros, van cargadas de temor, de curiosidad, de aprensión. ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Es algo instintivo? Como dice Juan Goytisolo: “La fabricación del Otro (moro, sarraceno o turco) responde a un conjunto de reglas conforme a las cuales la no coincidencia de costumbres y rasgos se transforma en diferencia de esencias y a la postre en radical e insalvable oposición”.
Los españoles de hoy (también los catalanes) ya tienen su tema favorito en las charlas de familia: el negro, el moro, el chino, son los culpables de esta crisis. Esas miradas xenófobas van seguidas de bulos enviados por la Red, y en la misma dirección. En resumen, se dicen, son gentes que no se integran, que se vayan. La idea de nacionalidad, entendida sólo para los blancos católicos godos, los antes llamados “cristianos viejos”, está en peligro.
Sin embargo, hay una nueva generación, con una visión amplia de las patrias, son multiculturales. Para ellos, la residencia es un valor que está por encima de la nacionalidad. El desarraigo del Otro es reconocido con derechos, su integración es alentada para recibir también su mundo de símbolos, su seña de identidad. También asimilamos con ellos su iniciativa, su savia nueva.
Vamos a considerar a los visitantes como nuestros vecinos de una buena vez. Queremos creer que la mejor integración es el voto en las municipales de 2011. Será esta la mejor de las opciones, haciendo nuevos ciudadanos, los neo-españoles. Por una verdadera sociedad de naciones, de valores comunes y solidarios.
Por eso, como cantaba Alberto Cortez: “No me llames extranjero, ni pienses de dónde vengo/ mejor saber dónde vamos, adónde nos lleva el tiempo/ Y verás que soy un hombre, no puedo ser extranjero”.
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Publicado en la Revista NOTON nº 3 Octubre
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