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Al principio fue el verbo y estará también al final: la verdadera historia de Julian Assange

20/12/10
María Virginia Jaua
Originalmente en salonKritik

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde hace tiempo quería escribir acerca de la imperiosa necesidad de relatos de nuestras sociedades, de la voluntad fagocitadora de historias y nada más oportuno que el actual caso del Wikigate. Para lo cual, siento decirlo, es necesario releer el capítulo repetido -hasta el cansancio- de la historia sin fin de la decadencia de Occidente, el canto mal entonado de “La tierra baldía”, sin el “Shanti-shanti” al final del coro y mucha menos poesía. Pues este nuevo episodio solo ofrece espacio para el murmullo de una decepeción infinita, que comienza y termina en El Asco de la superabundancia informativa, pues ni siquiera hay en ella la dignidad de una discreta y pudorosa pausa sin anuncios publicitarios o la tímida promesa de un final.

Sin embargo, escribir sobre la hipocresía progre de los gobiernos (develada en los documentos -gracias a los liberadores de la web) o sobre la eterna búsqueda de un mesías (que nadie quiere admitir, ni esos paladines que coquetean con una crucifixión televisada), es volver sobre lo mismo para hacer otra vez evidente lo evidente: el hartazgo y la futilidad “informativa” de la supuesta “revelación” (obsoleta) de la verdadera “cara malévola” de la política internacional de Occidente, que en apariencia podría encender las más altas pasiones del canibalismo crítico, al final palidece ante los ojos cansados de un “todo(s) pierde(n)” cuando todo(s) cree(n) ganar.

De lo que podemos estar serguros es de que aquí a la eternidad seremos testigos en directo vía streaming de La Decadencia de las Civilizaciones, o como dice visionariamente el lema de uno de los –hasta ahora– canales más potentes de la televisión: “Lo estás viendo”.

No me refiero sólo al desgaste infinito de las instituciones (lleven el barniz del discurso socialista, de centro derecha o cualquier otro) en el que Todos perdemos, aunque un Artista de la pureza se empeñe en afirmar que “el Estado son los otros”, bastan dos dedos de frente para comprender que el Estado somos todos y que las instituciones que urden tramas y tejen sus estrategias a base de mentiras y engaños son nuestro reflejo (también el de los artistas que lo denuncian), o peor, son la herramienta por medio de la cual se sostiene el “estado de bienestar” que tanto tememos perder.

Pierden las instituciones, su credibilidad y su autoridad moral (ya bastante mermada), pero junto con ella se desvanece la nuestra, pues ellas sólo responden a nuestras propias nece(si)dades. Pierden los periodistas, que se ven ridiculizados en su labor, absolutamente humillados por una banda anónima e ilocalizable de hackers (que según ellos trabajan gratis, pura beneficencia). Pero sobre todo pierden los que más creen ganar: los grandes consorcios de medios informativos.

Volviendo a Eliot, resulta inútil plantear aquella pregunta de "La roca": ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información? ¿Dónde quedó la sabiduría que se perdió con el conocimiento? Pues esa alianza pactada entre los principales diarios parece ser la respuesta a una Prisa bastante histérica y eufórica, más que a una decisión meditada y responsable, como debía ser tratándose de algo tan delicado. Los grandes periódicos temen perder el control y la hegemonía ante las estructuras líquidas y flexibles de la red. Los hackers en su loca ambición mesiánica (véase al respecto el texto "Wikileaks o el prometeo de humo publicado en Contraidicaciones, reposteado aquí en sK) se ven de pronto en la necesidad de protección y de “legitimación” y acuden a los “padrinos” de la mafia informativa, mientras que los padrinos ven en la materia que se les ofrece oro en plaquitas con forma de iphone: un material infinito con el cual ocupar todos los espacios, asfixiando y neutralizando así cualquier otro medio. Hasta ahí parece que han ganado, pero su visión cortoplacista y mezquina les impide ver que esa absoluta falta de responsabilidad en la que se vomita el banquete de una información mal digerida va en contra de los Estados y las instituciones en las que ellos mismos se sustentan y del que forman parte. Con lo cual tarde o temprano también terminarán ahogándose con sus propios efluvios.

Por otra parte, según algunos periodistas nostálgicos y bastante ingenuos (en realidad movidos por el malestar de verse desplazados y sus trabajos en peligro), con el material pillado lo que hace falta es contar un cuento. (Véase el bellísimo ejemplo de Wikileads en los Diarios de Arcadi Espada). O sea, según ellos, todo ese cúmulo de información de deshecho lo que requiere es de un periodista con buena pluma que la convierta en un relato: que cuente la historia. Una media sonrisa (por no decir una carcajada) se dibuja en el rostro al leer esas afirmaciones.

Nada más ingenuo, pues como acertadamente apunta el crítico Ignacio Echevarría en su última columna La parodia impasible, ya ha habido muchísima literatura en la que se ha puesto en escena la corrupción, el poder, la ausencia del bien o como quieran llamar “presencia del mal” y lo han hecho escritores como Dostoievsky, Borges o Coetzee (solo para nombrar a tres, pues la lista es infinita). Inútil para cualquier periodista competir con esos artífices de la narrativa. Y lo único que se logra con ello (además de dar de comer a los periodistas) es blanquear los hechos que se pretende "denunciar" por medio de la narración.

Pero lo más grave de este caso, es que pierden también, mejor dicho, perdemos todos los ciudadanos que una vez más nos vemos obligados a tragarnos esa comida descompuesta y en estado puro de ubicuidad mediática –gracias a la tecnología de las mil pantallas; pues no sólo somos bombardeados con toneladas de la misma información indigesta y en todos los idiomas sino que seguramente veremos cómo nuestras libertades se ven aún más restringidas y cómo surgen más y mejores mecanismos de control y vigilancia. Pues se equivocan –una vez más- los iluminados que creen y afirman que el acceso a esa información va a hacer que las políticas al interior y al exterior de los Estados sean más transparentes o “bien intensionadas” y del nuestro un mundo mejor.

Pero no debemos preocuparnos de más, podemos estar tranquilos pues al final todo(s) pierde(n) menos el Arte y la literatura, las construcciones narrativas, el universo de la ficción -que diría Searle. Ya que lo únco seguro es que se nos dará la cuota de relato, la dosis de “suspención de la increencia”, y podremos profesar nuestra Fe. Pues como lo que el mundo espera es que se le cuente el mismo cuento desde tiempos inmemoriales para antes de irse a dormir, vamos a narrar aquí la verdadera historia universal e infame de Julian Assange:

“Hace algunos años un hombre joven fue visto deambulando por una playa rodeada de acantilados. Este hombre, vestido de traje oscuro, sin portar documentos, parecía sufrir de amnesia y luego de varios intentos infructuosos sólo llegó a comunicarse con sus interlocutores por medio de la música: primero hizo los trazos de un piano sobre una hoja y más tarde realizó una sentida interpretación de Bach. En consecuencia, quienes lo rescataron lo apodaron “The piano man”. Su rostro reflejaba una cierta angustia, un cierto temor, una terrible fragilidad. Tenía una mirada inocente y como perdida y esto aunado a sus cabellos claros, casi blancos, hacían que las enfermeras del sanatorio en donde fue acogido, pensaran al verlo en la belleza del ángel. Pasaron varios meses tras los cuales, a pesar de las investigaciones, nada se sacaba en claro acerca de la procedencia y la identidad de ese hombre joven. Sólo se tenían unas pocas certezas: su mudez, su mirada cristalina y su anonimato. Hoy sabemos, gracias a los principales medios informativos que aquél episodio fue solo un ensayo de engaño narrativo (al cual todos respondieron en fraternal alianza), pero en realidad este hombre que ha ocultado su identidad y nunca ha pagado con tarjeta visa o mastercard es un inteligentísimo y bondadoso hacker que ha puesto en jaque a los gobiernos de las principales naciones del mundo, algunos dicen que es la cara iluminada de la moneda del bien y del mal: y es por eso que algunos lo llamarán por su nombre y pondrán su efigie rubia junto a otros espectros idolatrados con las que también se habrá de saciar el hambre infinita y atroz de nuestra dependencia cuasi yonqui hacia la producción y el consumo de las imágenes y sus derivas narrativas.”

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