“Imagina una caverna que tenga una abertura que de paso a la luz”
(“La República”, libro Séptimo. Platón)
A mediados del siglo XVII, el jesuita alemán Athanase Kircher, inventó un artefacto que posteriormente revolucionaría el mundo de la imagen de la época, definida en su tratado “Ars magna lucis et umbrae”; capaz de proyectar textos a cierta distancia. Más tarde, hacia 1700, Zhan, construyó una linterna iluminada por lámparas de aceite, que creaba por primera vez la ilusión del movimiento mediante la proyección sucesiva de diapositivas instaladas en un disco rotatorio de cristal. En el siglo XVIII, este nuevo “planetarium” doméstico, las linternas mágicas, abundaron por toda Europa, siendo el nuevo juguete del imaginario barroco y su visión mecanicista, y que pasados los siglos y sofisticaciones, tendría su culmen en aquella luna histriónica, que ciclópea bizqueaba ante un estrambótico alunizaje. Imagen fetiche para cinéfilos, en eterno recuerdo del “mago” Méliès.
Abstrayéndonos de vagos romanticismos, la última edición de la linterna mágica, es el artificio multimedia; el todo en uno, el minimalismo mecánico que puede concentrar mayor difusión de imágenes e información en el mínimo tiempo: Pc portátil, proyector y Power Point.
Ante el doble clic de ratón, textos e imágenes quedan mansamente apantallados. Recurso versátil y funcional, inmejorable para el docente, que puede de este modo imbricar su discurso, ante fastuosos decorados.
Pero algunos no saben -lo peor es que no lo saben- que puede existir un problema de cierta talla pedagógica en todo esto, y se da cuando es la tecnología quien marca el compás del discurso, y no al revés. De este modo, se observa a algún docente abrumado por la premisa de vastos programas académicos, y quizá, por qué no, una no del todo adecuada selección de imágenes a exponer, en relación a la materia a tratar, y el tiempo dedicado a ella, y donde prima la cantidad sobre otros conceptos más ejemplificadores y didácticos.
Ocurre entonces que el discurso se acelera, se hace farragoso, cacofónico, y las proyecciones olvidan su isocronía, y se convierten en una devenir de fotogramas de Arquitecturas clónicas, que se acantonan, deforman y acordeonean como vagones de un tren descarrilado.
De esta forma, es como el docente se transforma en una suerte de oráculo, entronizado en su parapeto, incapaz de interactuar con sus discípulos; y éstos en una turba de paniguados, que como escribas o amanuenses concentran todos sus esfuerzos en captar palabras claves que den cierta coherencia a un inventario.
Por otra parte, se ha de reconocer (ya que estamos en pleno siglo de ello), que el advenimiento de la cultura de la imagen, la persistencia de la visión, con sus macroestructuras, obnubila en cierto modo la razón, en beneficio exclusivamente de lo sensorial. Trampa mortal, cuando se considera que el Arte no esta hecho para pensar, sino para el simple deleite estético.
Se olvida pues la enseñanza universal, aquella que habla de cómo afrontar el objeto de Belleza artística, la manera de abordarlo, de escrutarlo. En definitiva, la manera de dotar al alumno/a de ojos para pensar el Arte, única vía posible hacia el Ethos. El resto viene en los manuales.

Durero
Sevilla 20 de Diciembre de 2005
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