Había que moverse ya, era urgente regresar a la colina. De un salto
Una subió a una roca, los dedos de sus pies se agarraron con firmeza
a la superficie áspera y cubierta de musgo. Desde poniente el viento
soplaba con fuerza zarandeando cada uno de los vellos de su cuerpo,
señaló al cielo y gruñó. Abajo respondieron un par de gruñidos,
hacia el grupo avanzaba implacable un mar de nubes negras.
La estación seca había sido más dura de lo normal. Tras varias
semanas sobreviviendo a base de raíces la expedición al valle era
necesaria, y no había ido mal, dos buenas piezas lo atestiguaban.
Sin embargo habían pagado un alto precio: uno de los más jóvenes
había recibido la coz de un antílope y agonizaba en el suelo. De
forma imprudente, el muchacho se había acercado demasiado al animal
mientras maniobraban para rodearlo. Intentaba golpear al antílope
con su lanza, pero éste se giró hábil y propinó un golpe directo
y seco en el pecho del joven. Calló fulminado y una lluvia de
piedras abatió al rumiante en respuesta. Uno, temeroso, se acercó
al cuerpo del chico, le cerró los ojos y emitió un gruñido
lastimero. Todos empezaron a gruñir como en una letanía hasta que
Una, la más anciana del grupo de cazadores, los hizo callar
aporreando el suelo con su lanza. Silencio, - quizás el chico aún
vivía, ¿pero podían ellos plantearse la cuestión en esos
términos? -. Dos se acercaron y tomaron el cuerpo del chico con
respeto, otros cuatro cogieron los antílopes abatidos, se inició la
marcha.
Durante la tarde, avanzaron a buen ritmo a través de una extensa
llanura de matorral alto que los protegía de miradas indeseadas.
Pero ahora las piezas de caza y el cuerpo del chico moribundo
comenzaban a pesar. Detenidos en mitad de la sabana, alrededor de
una roca de granito, observaban con espanto la cortina de agua que
eclipsando al sol del ocaso amenazaba con engullirlos. Una, sobre la
roca, miró hacia el este. Allí, envuelta entre las sombras y bajo
las primeras estrellas esperaba su colina, el hogar. Aquella visión
parecía irreal, un remanso de paz en oposición al infierno de lodo
que les esperaba de no apresurar el paso. Su pulso se aceleró.
De repente un rayo y diez segundos después el trueno. Una gritó
asustada y bajó de la roca, un escalofrío recorrió entonces a cada
miembro del grupo. Uno comenzó a gruñir malhumorado al tiempo que
hacía gestos vehementes con su lanza en dirección al oeste. Una
empujaba a quienes, paralizados, continuaban con la mirada fija en
poniente. Tenían que reagruparse y abandonar el llano cuanto antes.
Formaron una hilera, colocando atrás a quienes portaban al herido y
a los dos antílopes y emplazando delante a los más jóvenes. Salió
la luna. El grupo fijó la vista en el horizonte tranquilo de
levante, donde los perfiles rocosos de las colinas resplandecían
bajo la luz lunar colmaron de esperanzas sus corazones de homímidos.
Empezó a llover, al principio de forma suave, gotas gruesas que
empapaban sus pelajes y refrescaban unos cuerpos hasta entonces
envueltos en denso sudor mezclado con polvo. A ninguno le preocupaba
el agua, era el barro lo que temían, lo habían visto otras veces a
inicios de la estación lluviosa: tormentas despiadadas que en pocas
horas convertían la sabana en un pantano. Y no eran pocos de entre
ellos los que habían perecido varados en esos cienos. Una se acercó
a quines transportaban al herido a dar el relevo, Uno se dirigió a
la cabeza de la formación. Otro no podía más con el antílope, sus
pies se hundían en el barro a cada paso y llevar al animal asido de
las patas le generaba un dolor intenso en el hombro izquierdo. Los
relevos se hacían cada vez más frecuentes bajo una lluvia que
aumentaba en intensidad.
En la distancia las colinas parecían siempre igual de lejanas,
parecían no avanzar. Una, la más veterana, hizo detener la columna,
con esa carga jamás llegarían a la colina a tiempo - estaba segura
-. En silencio, se dirigió hacia la parte de atrás de la hilera,
observaba detenidamente a cada uno, medía sus fuerzas, comprendía
sus estados de ánimo. Cuando llegó al final, procuró con gestos y
golpes de lanza que soltaran a los animales y al herido. Regresó
sobre sus pasos y volvió al instante junto a los tres que consideró
más fuertes. No había alternativa, el antílope más pequeño y el
chico se quedaban ahí. De continuar la marcha como hasta ahora
sucumbirían en el lodo y si volvían sin comida muchos perecerían
de hambre. De nuevo el rayo y el trueno, esta vez sobre las cabezas
de un grupo que ya no se inmutaba, incapaz de separar su mirada y su
alma del joven que yacía inconsciente en el barro. Una arrancó un
manojo de hierba y lo dejó caer sobre el chico, después otro imitó
su gesto, y otro y luego todos, hasta terminar por cubrir el cuerpo
del muchacho. Guardaron silencio y en silencio reanudaron la marcha.
Lanzas y pies corrían con todas sus fuerzas aplastando el lodo hacia
el oeste, donde la luna, las rocas, el hogar...
Cuando llegaron a la colina la lluvia amainaba y las nubes abrían
paso a estrellas que recibían brillando a un grupo extenuado. De
entre las piedras surgió un reguero de niños y ancianos, que en
seguida tomaron al antílope y lo trasladaron al interior de la
cueva. Esa noche Una no durmió, estaba inquieta, Una era hermana del
muchacho abandonado en el llano, habían nacido el mismo día.
Una salió al exterior y respiró hondo, ya no llovía, pero el olor
a lluvia envolvía todo el paraje como un manto. A su lado, un
sendero ascendía hasta la cima, lo siguió. Arriba, justo sobre la
entrada de su cueva crecía una acacia, era una acacia madura y de
raíces fuertes. Una se sentó debajo de la acacia, sintiendo las
gotas de lluvia y resbalar a lo largo de su espalda. Se quedó
quieta, frente a ella la luna que se ponía en el horizonte.
Imposible, no podía quitarse a su hermano de la cabeza, -¿qué le
ocurría? No era común entre ellos esa sensación- necesitaba que
saliera el sol y abandonar la colina en dirección al montón de paja
que habían dejado atrás, necesitaba algo más allá de ese momento.
La luna desapareció y un inmenso vacío negro la atrapó hasta
envolverla en sueños.
Bien entrada la mañana, Una despertó sintiendo que algo golpeaba su
cabeza. Abajo, desde la ladera, un grupo de niños le lanzaba
pequeños cantos probando su puntería y sonriendo. Una gruñó y
salió a perseguirlos entre risas. La sensación de malestar se había
desvanecido por completo, así como el recuerdo del montón de paja
que yacía, sepultado bajo el barro, en algún lugar de la sabana.
Carlos de Castro, 2017
Comentarios
Publicar un comentario