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Las «izquierdas» ante la revolución democrática en Cataluña

FUENTE: Madrilonia.org
 

El pasado 9 de septiembre, en la víspera de la Diada, Jaume Asens y Gerardo Pisarello, publicaban en su blog la entrada Las izquierdas y el 11 de septiembre. Según su objetivo declarado trataban de interpelar a las posiciones políticas escépticas «desde la izquierda» con respecto del «inequívoco reclamo soberanista» surgido en la Diada de 2012. Según los compañeros, algo llamado «izquierda española» corría el riesgo de despachar este desbordante momento expresivo con argumentos ramplones acerca de la manipulación del proceso por parte de la derecha catalana. Su posición es que el proceso va mucho más allá de ocultar la impopularidad del virulento programa de recortes que estaba desarrollando el gobierno de CiU. Y que éste se presenta como una oportunidad real de cambio político radical (Procés Constituent) capaz de desbordar a las élites en Catalunya.

En lo que viene siendo el desarrollo argumentativo favorable a «cabalgar» el proceso soberanista como oportunidad de cambio democrático, Asens y Pisarello reproducen un esquema conocido. Una interpretación bastante similar en la forma al análisis marxista-leninista sobre los procesos de liberación nacional en los años sesenta. En la base del proceso, una gran onda de movilización popular «desde abajo». La burguesía nacional, en este caso CiU, estaría intentando emplear de forma «oportunista» esta ola pero, en realidad, se habría colocado entre la espada y la pared de una fuerza popular de ruptura que le desborda y una independencia en la que no creen. La única posición política razonable es profundizar y dar continuidad a este proceso y buscar redirigir su contenido «nacional» hacia lecturas tendentes a la transformación social.
Con Pisarello y Asens tendremos que rehuir de todo análisis de corte mecanicista basado en las operaciones de manipulación por parte de las élites sobre una población propensa, hoy, a cualquier soflama que sirva de ilusión de una posible salida inmediata de la crisis. Sin duda, el juego de actores es complejo y no se puede reducir a los juegos de voluntad de las élites catalanas. Por otra parte, es dificil no reconocer que en las sorprendentes expresiones de fuerza del soberanismo catalán hay un deseo evidente de transformación democrática. La cuestión radica sin embargo en analizar las condiciones para que este movimiento derive efectivamente en un proceso de radicalización democrática. Y un requisito indispensable, en el corto-medio plazo, es que éste pase del propandístico «Espanya ens roba», a nuestro enemigo inmediato son «los 300 de Millet». 

En este sentido, hay que reconocer que las condiciones de partida no son las óptimas. Existe, por supuesto, y desde hace décadas, un ámbito político independentista de calado en Cataluña. Pero al menos hasta fechas muy recientes éste ha sido un espacio político estable. No parece que se pueda reconocer ninguna prueba documental de que la reciente onda soberanista haya surgido a partir de un crecimiento autónomo del ámbito independentista tradicional, aun cuando éste haya sido crucial en el vuelco soberanista de una parte creciente de la sociedad catalana. Antes al contrario, en tanto «movimiento popular» no deja de resultar paradójico que «elija» irrumpir en un ritual de Estado, vertebrado desde arriba, como es la Diada de Cataluña, y siempre de la mano de los media insititucionales hegemónicos en el país. Más sorprendente aún es que este movimiento no haya dado muestras de existencia, al menos en la escala de masividad que se le supone, al margen de estos rituales de Estado controlados por el nacionalismo mainstream. En otras palabras, la ola independentista “desde abajo”, como fenómeno incremental y no como nicho estable de la política catalana, parece que no ha conseguido en ningún momento superar el transversalismo y cierto control desde arriba impuesto por sus principales beneficiarios: la dupla CiU/ERC, aun cuando entre éstos se jueguen innumerables tensiones. En estas condiciones no es de extrañar que el independentismo de izquierdas se haya visto obligado a que toda su acción política en el último año se concentre en exactamente eso, afirmar su condición “de izquierdas”.

Caso de que se acepte esta premisa, sin duda discutible, un análisis medianamente calibrado de la coyuntura requiere abandonar el térreno de la autojustificación, que en ocasiones roza la excusa no pedida -”¿Que otra cosa podríamos hacer?”-, en el que se mueve el artículo de Asens y Pisarello y apuntar, aunque sea esquemáticamente, algunos elementos de análisis materialista que se distancien tanto del marco de las “guerras cultural-nacionales”, como de una interpretación de los procesos de liberación nacional tomada casi literalmente de los manuales de los años sesenta y setenta. Se trataría de introducir rigor analítico en la discusión, para ir un poco más allá de los evidentes excesos ideológicos y emocionales que en demasiadas ocasiones gobiernan esta discusión.

En realidad, las bases materiales de la Vía Catalana las podemos encontrar en la particular forma de desmembramiento del régimen del 78 catalán y que se viene declinando en una triple crisis de onda larga en tres ámbitos principales: económico, político y cultural. Sin tener en cuenta esta dimensión material de crisis es complicado hacerse cargo de la dimensión de huída hacia delante dirigida por las élites que parece entreverse en el proceso soberanista, y lo lejos que está, como dicen sus defensores por motivos “estratégicos”, de ser una ventana de oportunidad para la ruptura con el régimen del 78 en Cataluña y en el resto del Estado. De hecho, todo apunta, antes bien, a que se trata de una apuesta tendente a su reproducción. Por lo demás y, siempre en el contexto de una larga crisis “propia”, quizás no haga falta insistir en que la presunta recuperación de la soberanía sólo puede pasar por la secesión respecto del verdadero poder soberano que hoy se ejerce tanto sobre catalanes, como sobre griegos o españoles: la Unión Europea y la dictadura financiera. Y que esta dimensión está completamente ausente del debate público articulado en torno al soberanismo en Catalunya: otra evidente debilidad.

La crisis tiene, para comenzar, una muy importante dimensión económica que apenas se analiza en los discursos independentistas. Nos referimos al proceso de reconversión de la economía catalana de una matriz fundamentalmente industrial a un modelo económico de base turístico-inmobilaria de resultados ambivalentes, pero bien maquillados por el marketing gubernamental. Este desplazamiento ha cambiado la estructura de clases catalana, pero también la posición de sus élites en el marco del Estado español. La crisis de la estructura económica catalana es profunda, de largo recorrido, y no empieza en 2007. Se arrastra desde los años setenta y se solapa con los intentos, fallidos a medias, de convertir la región en un nuevo espacio «ganador» de la globalización. De mala manera nos podemos orientar si hacemos caso de los eslóganes triunfales, del marketing de ciudad marca o de la publicística institucional. Cataluña ha transitado en tierra de nadie. Su trayectoria es singular en el contexto español. De ser la mayor aglomeración industrial del país ha pasado a asumir progresivamente el modelo de especialización financiero-inmobiliaria que la asimila al resto de las economías del Mediterráneo español. De hecho, esta «levantinización» del modelo catalán sólo consigue distinguirse por las inercias de su pasado industrial y la mayor complejidad de la economía metropolitana barceloní. 

El corolario de este rápido desplazamiento ha sido una progresiva perdida de niveles de cualificación de la fuerza de trabajo y una desarticulación progresiva de sus estratos medios, cada vez más sometidos a la brutal precarización que imponen los modelos de crecimiento financiero-inmobiliarios. Es esta clase media fragilizada, acechada por el desclasamiento y la perdida de derechos sociales, lo que constituye la base social de la Vía Catalana. La propensión populista de la clase media, la radicalización del discurso, la común sensación de usurpación por parte de España, la asunción la unidad nacional, aún con los mismos actores que han sido gestores e impulsores del expolio social, etc., son reflejo ideológico de una sensación compartida de fragilidad, de riesgo de desafiliación. Valga decir que es en relación con este sector medio, heterogéneo y descompuesto, pero que tiene una posición de interpelación preferente en los discursos electorales y en la agenda pública sobre el que pivotan las posibilidades del cambio.

En este proceso también han salido transformadas las élites catalanas. Éstas ya no son la vieja burguesía industrial pero tampoco han llegado a convertirse en élites globales como las que, con distintas especializaciones, vemos en las urbanizaciones cerradas del norte de Madrid, en las mansiones de Neguri o, incluso, en los consejos de administración de las grandes empresas del capitalismo turístico balear. Quizás nunca antes en la historia moderna de Cataluña, el interés de su élite coincida de una forma tan exacta con la gestión de la finca propia, casa nostra. Hasta el punto de soldarse y fundirse con su principal negocio: la industria turística, el hub logístico, el mercado inmobiliario, los contratos públicos, la externalización de servicios. Aquí se descubre bien a qué juega verdaderamente la élite catalana. No es la independencia, son la ventajas competitivas –fiscales, en infraestructuras– necesarias para ganar posiciones en el juego de competencia global. No es la independencia, pero ésta puede jugar un gran papel como baza de negociación frente al Estado. 

También esta crisis tiene una indudable dimensión política, Cataluña ha sido el laboratorio español de la crisis institucional del régimen. La crisis del sistema de partidos antecede en casi una década lo que sucede en el resto del Estado. Cataluña, ha sido desde los años noventa el territorio en el que se ha expresado una mayor desafección política. Ésta resulta patente en los porcentajes de abstención electoral. Así pues, lo que propiamente podríamos llamar la «crisis del régimen catalán» precede a la crisis económico-financiera. Su periodo decisivo fueron los años del Tripartit y ha seguido creciendo a golpe de escándalos de corrupción y virulentas oleadas de recortes. Ante esta situación, los movimientos, aun cuando han contribuido a agudizar la quiebra institucional, han sido incapaces de formular un diagnóstico sistemático de ella, como por otra parte ha sucedido en el resto de Europa, basculando entre el municipalismo por abajo y una suerte de independentismo radical por arriba. 

La quiebra del modelo de partidos tradicional ha provocado que desde los años 2000 hayan aparecido formaciones partidarias nuevas que han puesto la cuestión nacional (incluyendo xenofobias y racismos varios) en el centro de la política catalana. En este escenario, la ambigüedad de CiU y el seguidismo de ERC, arrastrando y luego moderando la pasión independentista, tiene perfecto sentido. De una parte, pretende recuperar la legitimidad y la identidad entre gobernantes y gobernados, superar la crisis de representación. De otra, desplaza la «crisis final» a un futuro incierto en el que la recuperación económica, la presión europea y los gestos del Estado central pueden volver a encauzar la situación hacia la normalidad.
En resumen, el proyecto de independencia (que no su realidad), según el actual marco de fuerzas, parece más funcional a la oligarquía catalana, que a un proyecto radical democrático. En los tres aspectos críticos a los que se enfrenta el modelo institucional y económico catalán, las élites son capaces de sacar ventaja:
  1. En lo que se refiere a la crisis económica, la baza de la independencia es un órdago en toda regla. Pero el corazón de su apuesta está en la consecución de nuevas ventajas fiscales y competitivas en el marco de la competencia territorial global. Lo que ahora se dirime es si en caso de una independencia real, el cálculos de ventajas puede llegar a resultar favorable para las élites catalanas. Caso de que lo sea para una parte sustancial y decidida de las élites económicas y políticas, la independencia se hará realidad.
  2. El juego a la independencia con sus ires y venires de declaraciones políticas y gestos grandilocuentes, con la puesta en escena de una nueva teatralidad mediática ha cancelado, al menos temporalmente, la crisis de representación que venía larvada desde hacía ya largo tiempo. Hoy la agenda política es de nuevo la agenda que marcan los actores políticos y los media. El 15M y los proyectos de radicalización democrática (incluido el Procés Constituent) parecen condenados a perder siempre protagonismo en este escenario.
  3. La crisis civil, y social, que se manifiesta en las tendencias a la fractura y en la posibilidad de un proyecto alternativo, que hasta hace bien poco podía ser al menos parcialmente asimilado en la cultura progre oficial, está en vías de cerrarse en la recomposición de un proyecto nacional. Recuérdese que la nación es ante todo, comunión entre clases, sutura de las divisiones y solidaridad ante el enemigo exterior.
En definitiva, la «oportunidad política» que las izquierdas han encontrado en la Vía Catalana no se ha probado todavía en los hechos. Antes al contrario, el único ganador evidente es un viejo actor político del sistema de partidos, el independentismo sincero de ERC, así como su clon invertido: Ciutadans. En el escenario más radical, la recomposición del sistema de partidos puede pasar por estos dos palos. En otros términos: la opción de reemplazo institucional está ya preparada; no hará falta el juego moderado entre CIU y PSC. Por otro lado, la posición de aquellos que apuestan a la radicalización del proceso, si bien con una escasa capacidad social para invertirlo y moverlo, juega como mecanismo de legitimación de la versión conservadora del mismo. En términos clásicos: la opción de radicalización por la izquierda corre el riesgo de convertirse en el ala izquierda de la regeneración
.
Se como sea, la debilidad actual de la oligarquía es real, al igual que la crisis del régimen institucional catalán. Esto mismo es lo que determina el resultado incierto del proceso soberanista, que puede (como es más probable) ahogarse en un pacto inter-élites en un nuevo modelo territorial de Estado, pero también en un proceso de independencia real de una república catalana. Dicho de otro modo, con Asens y con Pisarello debemos reconocer que esta debilidad y crisis es la ventana de oportunidad de la revolución democrática. En lo que no coincidimos es en la posición táctica y en el juego de alianzas. Para que la apuesta por una radicalización democrática crezca y se consolide es prácticamente imposible tomar como terreno de lucha el mismo que sirve a la regeneración de las élites.

Por contradictorio y repleto de tensiones que se reconozca, el terreno de la vía a la independencia, la posibilidad de una revolución democrática arranca sobre la apertura del 15M, la superación de la retórica estrictamente nacional, la construcción de un discurso antioligárquico decidido y la recuperación de la dimensión europea. Hoy por minoritarias que sean estas posiciones parecen las únicas bases sólidas para construir otra política en Cataluña. Y esto, sea en el marco del Estado español, sea en el de una república independiente que apueste por una alianza con los países del Sur frente al dictado financiero de la Unión Europea.
Texto de Emmanuel Rodriguez e Isidro López
2/10/2013

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