28/03/2011
Miguel Vázquez Liñán
Miguel Vázquez Liñán
Publicado en Revista NOTON nº4
Las Cortes de Cádiz reconocieron, en 1810, la libertad de imprenta mediante el decreto de 10 de noviembre. Dos años más tarde veía la luz la Constitución de 1812, venerada desde entonces (y hay argumentos para hacerlo) como uno de los grandes hitos históricos del liberalismo en España, citado permanentemente cuando se hace referencia, entre otros asuntos, a la historia de la “libertad de expresión”. En relación a este asunto propondría no olvidar que, a la hora de definir derechos y libertades, sería saludable ir algo más allá de su mero reconocimiento en textos jurídicos de mayor o menor importancia. No niego la importancia de pelear por darles rango de pero, dicho esto, añadiré que… que aparezcan en una Constitución no quiere decir que sean una realidad. Entiendo los derechos y libertades como procesos de lucha por la dignidad que, de ninguna manera, pueden tener como fin el mero reconocimiento jurídico, sino que habrían de constituirse, para ser tomados en serio, procesos de lucha permanente.
Un ejemplo claro podría ser el de la propia Constitución de Cádiz. Un texto inspirado en el “enemigo francés”, que no llegó a entrar en vigor y que se sometía a un rey cuya primera decisión fue derogarla. Esta mirada al Cádiz de las Cortes nos ayuda a romper con la tentación de celebrar “200 años de libertad de expresión” que nunca han existido. Sin entrar, por ahora, en el peliagudo tema de si vivimos en una sociedad que permite a sus ciudadanos expresarse libremente, sí diremos que, en estos doscientos años, los momentos de represión a dicha libertad ganan por goleada a aquellos en los que fueron altos los niveles de tolerancia a la diversidad de opiniones y a su expresión pública.
La premisa anunciada más arriba, que nos lleva a definir “libertad de expresión” como un proceso de lucha permanente, que no tiene en absoluto su punto final en el reconocimiento jurídico, me lleva a añadir un elemento más de análisis que podría formularse de la siguiente forma: resulta imposible y muy hipócrita hablar de libertad de expresión “a secas”. Si el debate no contempla la necesidad de “igualdad de acceso” a esa libertad, la discusión queda por completo descafeinada y, en buena medida, carente de sentido.
Si los que leen este artículo se dirigiesen a un concesionario de Mercedes-Benz, alguien podría decirles que gozan, en pleno derecho, de una de las libertades principales del sistema en el que vivimos: la de comprar (y vender, dicho sea de paso). Pero pronto entenderían que no todos tenemos acceso a esa libertad, porque las condiciones de igualdad no se dan. No todos podríamos comprar el Mercedes, por la sencilla razón de que no todos tendríamos dinero suficiente para hacerlo.
Con la información y la expresión la cosa no es muy diferente. No todos tienen el mismo acceso a la información. Las diferencias, de hecho, pasan por ser abrumadoras. Tampoco a la expresión: el acceso a los medios está lejos de ser igualitario, incluso si se cuenta con algo muy importante que decir.
Y, por último, habría que diferenciar la libertad de expresión como proceso de lucha, de la libertad de expresión como discurso.
Desde mi punto de vista, la libertad (unida a la igualdad de acceso) de expresión atraviesa, en el mundo, por un mal momento. Sobra decir que se trata de una tremenda generalización sujeta a muchos matices, pero explicaré algo más el criterio que me lleva a hacer esta afirmación.
Dice Eric Hobsbawm en su libro “La era del capital”, que analiza la historia de Europa entre los años 1848 y 1875, que los gobiernos conservadores europeos, tras las revoluciones de 1848, fueron paulatinamente dándose cuenta de que la democracia parlamentaria, entendida como un régimen dotado de parlamento, sufragio más o menos amplio y elecciones periódicas, era un sistema inofensivo para el capital, de ahí que poco a poco fuesen cambiando la pura represión a todo tipo de movimientos ciudadanos en busca de un mayor grado de libertad e igualdad, por una estrategia más de palo y zanahoria.
La zanahoria incluye que esos gobiernos, conservadores en mayor o menor grado, fueron trufando su discurso (y subrayo lo de discurso) de las reivindicaciones de parte de esos movimientos sociales, haciéndolas “discursivamente suyas”. Esto hace que hoy España se presente como una democracia, pero también lo hagan EEUU, Colombia, Venezuela, Rusia y, si me apuran, Turkmenistán o Corea del Norte. Independientemente de lo que pensemos de cada uno de esos regímenes, convendremos en que hemos de estirar mucho el concepto de democracia para que quepan todos...
El término democracia, como el de libertad de expresión, forma parte del discurso convertido en corrección política. Y esta es la segunda dimensión que anunciaba hace un momento, la libertad de expresión como discurso. Desde mi punto de vista, esta dimensión goza de una salud inmejorable en nuestros días.
Pocos son los que abiertamente reconocerían estar en contra de la libertad de expresión, o de la libertad de casi cualquier cosa; aunque, en la práctica, su comportamiento pareciera no ir siempre en la misma dirección que su discurso. Hoy se va a la guerra para “luchar por la libertad y defender los derechos humanos” y nunca, discursivamente, para apropiarse de recursos naturales, pongamos por caso. Cualquier análisis mínimamente serio revelará que una parte importante de esos conflictos, librados en nombre de la libertad y los DDHH, esconden también (o sólo) otros objetivos.
Por lo tanto, y con esto concluyo, se me antoja que el mejor homenaje que podemos hacer a aquellos que en el Cádiz de las Cortes se la jugaron para defender la dignidad de los ciudadanos de su época es... seguir haciéndolo. Ver la lucha por la libertad de expresión como un proceso abiertamente inacabado, y participar en ella; pensar en la igualdad en el acceso a las libertades sancionadas jurídicamente, y exigirla. Comparar el discurso y las acciones de quienes defienden los derechos y libertades, y denunciar las incoherencias. Creo que esto nos ayudará a construir un ecosistema de la comunicación mucho más sano, a nivel internacional y, también nos será útil para que no perdamos algo fundamental: la capacidad de indignarnos ante lo intolerable.
_______________________________
Miguel Vázquez Liñán, profesor del departamento de
Periodismo I de la U.S., coordina el Observatorio Eurasia,
un proyecto de investigación encuadrado en la línea "Historia
de la propoganda y análisis de la comunicación política" del
Grupo Interdisciplinario de Estudios en Comunicación, Política
y Cambio Social (Compolíticas) de la Universidad de Sevilla.
Desde su creación en 2004 tiene como principal objetivo
el estudio, investigación y difusión de los principales fenómenos
políticos y comunicacionales que tienen lugar en el espacio de
la antigua Unión Soviética.
Comentarios
Publicar un comentario