FRANCIA FIRMÓ CON EL CNT QUE SUS PETROLERAS CONTROLASEN EL 35% DEL CRUDO
El autor, escritor y filósofo, explica cómo se cambia la realidad para justificar la guerra de Libia y qué acuerdos tiene Francia con el Consejo Nacional de Transición libio (CNT).
Muchas veces se recurre a la “retórica de la complejidad” para justificar posiciones ideológicas fraudulentas. En el mundo árabe, por ejemplo, la presunta “complejidad” –religiones, sectas, tribus, etnias– ha servido para justificar “estabilidades” locales que ocultaban, u ocultan, terribles tiranías. Es el caso de Siria. Pero hay otras veces en que se recurre, al contrario, a la simplicidad rectilínea para no afrontar contradicciones dolorosas o impedir la irrupción de una realidad que podría obligarnos a revisar nuestros esquemas. Es lo que pasa con Libia.
Simplificar la realidad
La intervención condenable de la OTAN ha simplificado tanto la realidad que la ha dejado fuera. Para una buena parte de la izquierda antiimperialista, la resolución 1973 de la ONU convirtió a Gadafi en un paladín del soberanismo panafricano y en un socialista preocupado por el bienestar de su pueblo y, en virtud de una mecánica oposición binaria, a los rebeldes libios que se habían alzado contra él en una horda de monárquicos, islamistas y terroristas mercenarios al servicio de las potencias occidentales.
El hecho de que Libia sea el mayor productor de petróleo de África y obtenga y de su explotación 36.000 millones de dólares al año ha simplificado aún más las cosas. A partir de ahí, la codicia occidental por unos recursos que desde 2004 estaban ya en sus manos se convertía en la explicación de un conflicto que, por eso mismo, se consideraba aislado del resto del mundo árabe, donde desde hace ocho meses todos los pueblos de la zona, con más o menos intensidad y mayor o menor éxito, están cuestionando los regímenes dictatoriales que los sojuzgan.
No se codicia un petróleo que ya se tiene, pero sobre todo no se roba cuando se quiere, sino cuando se puede. Y para entender la intervención de la OTAN, improvisada y sin unanimidad inicial, es necesario introducir algunos factores coadyuvantes y algunos intereses no directamente económicos. Los factores que permitieron la intervención atlántica fueron dos: el primero, el hecho indudable –indudable al menos para los árabes y las izquierdas regionales– de que se trataba, por una vez, de una causa justa; el segundo, el hecho de que el régimen de Gadafi, al contrario que el de Bashrar Al-Assad, estaba completamente aislado y no jugaba ningún papel estratégico regional. Salvo unas cuantas dictaduras africanas y los propios países occidentales que ahora lo abandonaban, nadie –ni pueblos ni gobiernos árabes– apoyaban al dictador libio. En cuanto a los móviles políticos, hay que citar también dos importantes. Por un lado, las presiones de Arabia Saudí, convertida en una verdadera subpotencia regional al amparo de la debilidad imperial, sobre unos EE UU poco inclinados a la intervención, pero cuyos intereses energéticos vitales están desde 1945 en la zona del Golfo Pérsico. De hecho, la intervención de la OTAN en Libia ha servido, como sugería Wallerstein, de maniobra de distracción: mientras las izquierdas debatían sobre Libia ha habido poquísimas denuncias de la intervención militar saudí en Bahrein y Yemen y de los propios bombardeos de los EEUU en este último país.
Por otro lado, no es una casualidad el protagonismo y agresividad de Francia en la intervención. Sar - kozy –digamos– ha aprovechado el regalo que se le hacía para recuperar el terreno en su “patio de atrás”, el norte de África, donde su prestigio había quedado completamente dañado tras su apoyo a Ben Ali y a Moubarak y el escándalo de dos de sus ministros, beneficiarios de tratos de favor por parte de los dictadores derrocados. Sarkozy, por supuesto, pretende cobrar los servicios prestados a los rebeldes en contratos petrolíferos, como lo prueban las revelaciones sobre los acuerdos entre Francia y la cúpula del CNT para garantizar a las compañías francesas la explotación de hasta un 35% del crudo libio.
En todo caso, el malestar que ha causado entre las filas rebeldes este acuerdo secreto indica hasta qué punto el CNT, criatura de Occi den - te, está tratando de secuestrar una revolución que comenzaron el 17 de febrero jóvenes muy parecidos a los tunecinos y los egipcios y a los que se unieron después desertores, opor tunistas, liberales e islamistas. Algunos de éstos –Ismail Salabi o Abdelhakim Belhaj, comandantes de Benghasi y Trípoli respectivamente y vinculados al Grupo Islámico Combatiente Libio– han dejado ya claro que no van a permitir gobernar “a un pequeño grupo de élite”. Como recordaba un cartel en la carretera de Benghasi durante estos meses de guerra (“no a la intervención extranjera en nuestra tierra; sí a la entrega de armas a los revolucionarios”), la OTAN ha intervenido y bombardeado, pero no se ha apoderado todavía de Libia.
LA CADUCIDAD DEL ISLAMISMO
No deja de ser curioso que una parte de la izquierda se haya unido de pronto al coro occidental de la “guerra contra el terrorismo” y “la barbarie criminal de Al-Qaeda”. Gadafi utilizó ese mantra para hacer un guiño a sus hasta entonces aliados al principio de la rebelión; y lo siguen usando la UE y los EEUU para impedir cambios democráticos en Siria o Yemen. Al-Qaeda puede hacer mucho daño, sin duda, a las revoluciones árabes, y por eso occidente no deja de alimentar su fantasma, pero si algo han demostrado precisamente esas mismas revoluciones es que el discurso islamista radical tiene muy poco apoyo entre los jóvenes árabes. Una encuesta del Pentágono confimaba hace algunos meses, en efecto, que Ben Laden goza del mismo crédito en el mundo árabe que los propios EEUU; es decir, bajísimo.
Es muy probable que si hace 20 años se hubiera dejado gobernar al islamismo en los países árabes (recordemos el golpe de Estado en Argelia contra la victoria electoral del FIS) hoy los árabes serían mucho más laicos. Y es probable también que los islamistas acaben gobernando en algunos de los países donde triunfe la democracia. También quizás en Libia. Pero ese islamismo se parecerá mucho más al del AKP turco que al de Ben Laden. Y, como no tendrá soluciones para los problemas económicos y sociales del mundo árabe, ni para el problema palestino, habrá que confiar que en unos años los árabes se librarán también de él. Entre tanto, es nuestra solidaridad, y no nuestra suspicacia, lo que nos demandan.
Comentarios
Publicar un comentario