En el número 1 de la Revista de Antropofagia, publicado en Brasil, en Mayo de 1928, Oswald de Andrade publicó un provocador texto bajo el nombre de “Manifiesto antropófago”, título sugerente para un texto que se pretendía respuesta y reacción airada e indigenista al colonialismo occidental y a las vanguardias europeas y el paternalismo con el que se enfrentaban a las culturas dominadas. Frente a las corrientes que proponían una vuelta a las culturas originales como método de lucha contra los procesos coloniales, el “Manifiesto antropófago” proponía, en cambio, un proceso de canibalización: absorber, digerir y procesar la cultura invasora, mezclada con la propia, dejando de lado el victimismo del “invadido” para reclamar con orgullo una nueva identidad necesariamente híbrida, caníbal y heterodoxa. Empezaba así:
Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz. Tupi, or not tupi, that is the question. Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos. Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago.
Algo de ese espíritu caníbal y gamberro podemos encontrar, muchos años después, en la segunda película de Pedro Aguilera, Naufragio*, que narra la historia de un emigrante, de nombre Robinson y mirada entre perdida y alucinada, que aparece en las costas españolas con una extraña misión que en principio parece ser la de encontrar trabajo, como tantos subsaharianos, y que termina por revelarse como un proyecto de venganza postcolonial.
El proceso de canibalización que proponía Andrade se convierte en la película de Aguilera en un auténtico ajuste de cuentas: Robinson, nacido de las aguas en el sur de España, engulle cuanto puede de la cultura dominante, asume los roles que esta le otorga según su condición (la de inmigrante), acepta trabajos ingratos, se ve convertido en objeto de deseo (bi)sexual, alienado en el trabajo rutinario de una fábrica de explosivos y enfrentado a la convivencia brutal de una arisca familia que no es la suya. Robinson, sin abrir la boca, con la mirada ausente, va asimilando todo aquello que la cultura dominante le ofrece, en lo que parece un proceso de asimilación. Robinson, sin embargo, no se asimila, sino que engulle y digiere aquello que el poder le impone, como parte del proceso que le llevará a consumar su venganza por tantos años de dominación, por tanto dolor, por tantos años de explotación.
La película de Pedro Aguilera vendría a ser un final apócrifo e invertido a la novela Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, en la que, Robinson Crusoe, un naúfrago occidental adiestra a un salvaje (“En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en que le había salvado la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre”) para que le ayude en su recreación del mundo occidental en la pequeña isla en la que ha ido a parar tras un naufragio. Leída muchos años después, Robinson Crusoe es un claro ejemplo del paternalismo colonialista y de la actitud de dominación que guió las relaciones coloniales durante mucho tiempo. Aguilera somete a la novela a un proceso de inversión, y aquel esclavo, que en la novela se llamaba Viernes, se llama ahora Robinson, como su antiguo amo, porque las revoluciones empiezan siempre por el lenguaje, e invertir los términos es imprescindible para invertir lo real. Y Robinson (antes Viernes) viajará en busca de su antiguo amo. Lejos del buenismo con el que el cine español nos tiene acostumbrados a tratar los temas de la inmigración, Aguilera convierte al inmigrante en un zombie, una presencia fantasmal, inasible y escurridiza, poniendo de paso en primer plano el miedo al otro que nuestra sociedad (y especialmente nuestro cine) niegan de manera sistemática de puertas para afuera, pero que alimenta, como corriente subterránea, el miedo contemporáneo.
Nacer del error
Pero la película de Aguilera no tiene exclusivamente una lectura política post-colonial, sino que se aparece al espectador que conozca su opera prima, La influencia (2007), como un salto al vacío (o más concretamente, a las negruras del subconsciente, a las tinieblas de lo que nos negamos a aceptar), formal, poético y temático. Nadando a contracorriente de lo que podría esperarse tras un debut que se acoplaba perfectamente a aquel cine silente, o del vacío, que triunfó, brevemente, entre crítica y festivales, Naufragio es una película rebosante de energía, cargada de tentativas, audaz e imperfecta, que no tiene miedo a equivocarse si es necesario. Arriesgada y, por qué no, fallida por momentos, Naufragio es tan imperfecta, rugosa y cargada de trampas y golpes como cualquier viaje a tientas por un bosque oscuro. Si mientras la rodaba, Aguilera confesaba su intención de hacer su película “más comercial”, el proceso de rodaje, cargado de experimentos y tentativas, juegos y pruebas, y el posterior montaje terminaron por formar una película más cercana a la experiencia de una duermevela que a una narración convencional: un sueño hecho pedazos, en el que se entremezclan los ruidos del mundo exterior. Como si fuera un viaje por el interior de la mente del protagonista, o, más difícil todavía, un viaje por la mente del espectador: sin necesidad de llegar a la descomposición narrativa de un Lynch, Aguilera propone imágenes alucinógenas, como un cine etnográfico cargado de drogas, como una exploración científica que desemboca en el corazón de las tinieblas, como una radiografía cerebral de una conciencia escindida [1], doliente y herida. Una película casi espiritual que se ancla en lo más carnal, el sexo, la comida, la carne, para hablar del cuerpo y la mente como un todo, incomprensible pero indivisible, unidos el uno al otro como siameses de una tribu anciana incapaces de hacerse entender en sus dialectos perdidos.
Coda: desaparezca aquí
La novela original olvidaba (un lapsus muy significativo) el destino final de Viernes: su última aparición era en el viaje por Europa rumbo a Inglaterra, en una cruenta pelea contra un oso salvaje. Aun así, camuflado en una primera persona del singular, podíamos imaginarnos a Viernes junto a su amo paseando por las calles de Londres, ataviado con sus nuevos ropajes de dominado-asimilado. La película de Aguilera invierte no solo esa desaparición final, otorgándole todo el protagonismo de la película a Robinson-Viernes, sino que termina la película con el viaje inverso del Viernes des-asimilado, canival y con el estómago satisfecho por la venganza: un paseo hacia lo oscuro, una imposible vuelta a los orígenes inocentes a los que nunca podrá volver. Y cuando es imposible volver a casa, ¿qué nos queda? El placer de la nada, el dulce camino a lo oscuro. Desaparezca aquí.
* La película se puede adquirir en Cameo.
[1] Losilla, Carlos, “Por el valle de las sombras”. Cahiers du Cinéma-España. Junio 2011, p. 26.
FUENTE: salonKritik
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