El pañuelo apareció de la nada rodeándole con firmeza el vientre y suavemente comenzó a ascender hacia sus pechos. Allí, sobre los senos, se abrió por completo súbitamente inundando la atmósfera de la habitación con el aroma exótico de una piel extraña. Lentamente, como si una brisa oculta se opusiera al movimiento, la seda fue descendiendo hasta cubrir por entero su cuerpo. Sintió entonces que un fuego se encendía en sus entrañas y bajo la tela la carne se contorsionó con violencia. En ese instante, su boca húmeda comenzó a exhalar gemidos agudos y densos. A medida que el pañuelo la amortajaba el sudor la fue empapando y su respiración, impedida por el tejido calado, se hizo cada vez más penosa. Ahora sus pulmones a penas lograban captar algo de aire del otro lado de la membrana. El placer la consumía, todo en ella se entregaba a él sin resistir, cada músculo suyo participaba en aquel frenesí de contracciones feroces. De repente, los gemidos dejaron paso a los gritos y advirtió con horror que se le escapaba el alma. Impotente clavó sus uñas para tratar de desgarrar la seda. Bienaventurada se ahogaba.
Despertó nerviosa y ardiendo de fiebre. Con torpeza se deshizo del edredón para entregar al suelo helado de diciembre sus pies descalzos. Un escalofrío la atravesó y aturdida comenzó a andar por una habitación en penumbras. Antes de llegar a la puerta y girar a tientas el pomo, tropezó con un cojín caído en el fragor de la noche, pero una misteriosa fuerza la mantuvo en equilibrio. Al fin, aliviada, logró abandonar el dormitorio donde el inquietante sueño la había torturado.
Ya en el pasillo recobró las fuerzas, suspiró calmada, y dueña de si misma alcanzó el cuarto de baño. La recibió la luz clara de la mañana, que con ternura acarició su piel pálida comenzando a evaporar los sudores de la fiebre nocturna. Inmediatamente entró en la bañera y un manantial de vida le dio los buenos días. Sonriente se sumergió en el líquido elemento, al tiempo que las sobras de la noche se iban alejando. Era feliz, varias veces se sorprendió, entre risas, jugando a interrumpir con las yemas de sus dedos los surcos dorados que las gotas de agua dejaban atrás, al resbalar desde las aureolas de sus pechos hacia el tupido bosque de su pubis. Pero, de repente, al palparse la cintura un agudo dolor la estremeció. Y aterrada fijó la vista en el cardenal violado que daba la vuelta a su talle, a la altura justa donde el pañuelo de seda la había abrazado...
Carlos G. de Castro
Nos dejas envueltos en las alas del misterio.Emociones que empiezan a aflorar se quedan en suspense, escondidas en los pliegues de la narración.
ResponderEliminarEchamos de menos las notas de "El piano".¿Podríamos verlo publicado de nuevo?. SALUDOS.