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Cuando trabajar no solo entiende de dinero


Supongo que cuando alguien decide ser comisario –de arte- lo hace movido por una pulsión vital y un deseo que pueden llegar a ser más fuertes que cualquier lógica productiva postfordista. He pensado mucho sobre qué supone este posicionamiento voluntario en la defensa de las ideas y los deseos por encima del dinero y quiero creer que podría abrir fisuras desde las que cuestionar y reinventar algunos de los ejes de este sistema que ya no nos funciona. Claro que todos necesitamos “llegar a fin de mes” pero cuando alguien se deja arrastrar por ese deseo, que se convierte en necesidad, no se plantea su trabajo estrictamente en términos económicos, sino que este alcanza también una dimensión ideológica. ¿Cómo hace entonces ese entusiasta de más o menos treinta que quiere ser comisario, que vive aquí y no en países anglosajones –donde tienen lugar la mayoría de las ofertas de empleo de comisario asalariado- para pagar las facturas cada mes? Becas de esto y aquello; trabajos a tiempo completo o parcial, no siempre tan especializados como nos gustaría; premios y subvenciones; subsidios de desempleo; reinversión constante en proyectos propios; por supuesto, trabajar gratis más de una vez; convertirse y desconvertirse en autónomo a partes iguales; todo ello, rodeado siempre de la búsqueda incansable de tiempo para investigar y del apoyo incondicional de algunas personas sin las que nada sería posible.


En su Manual de estilo del arte contemporáneo, Pablo Helguera señala muy lúcidamente que “a los curadores que no tienen trabajo se les denomina curadores independientes”.[1] He asistido a numerosos encuentros donde todo el mundo se autodenomina independiente, pero no tengo tan claro si se dirían “parados”. Casi nadie vive de esto y casi nadie lo reconoce. ¿Qué responder entonces cuando alguien no muy cercano te pregunta si trabajas, con lo complicado que de por sí resulta explicar en qué consiste lo que hacemos? ¿Cómo explicar todos esos meses de investigación previa no remunerada que conlleva un proyecto curatorial para quizá, en el mejor de los casos, producirse alguna vez y, entonces sí, dar visibilidad a ese trabajo?

Hace poco hablaba con otro apasionado sobre lo baratas que le salen a las instituciones las horas de trabajo de un comisario no muy reconocido y ambos coincidimos en que lo haríamos igualmente, incluso si no existiera remuneración alguna. Terrible afirmación que atenta contra cualquier atisbo de profesionalización pero, ¿qué director de museo, centro de arte o galería no lo sabe ya? Es más, ¿qué entusiasta no ha hecho algún que otro proyecto curatorial gratis antes de hacer uno remunerado? En los últimos meses, quizá como respuesta al clima de revolución social y de reconocimiento sincero de los problemas que estamos atravesando, son cada vez más las voces que empiezan a abordar la cuestión económica sin tantos tapujos, reconociendo lo difícil, casi utópico, de ganarse la vida como comisario en un país como España.

En uno de esos momentos “comprados” para la investigación, me topé, hace algunos meses, con una definición muy aguda del trabajador cultural –entiendo autónomo- realizada por Isabell Lorey: “Sabemos sin embargo que existen una serie de parámetros comunes que caracterizan a los productores y productoras culturales. Se trata de individuos instruidos o muy instruidos, por lo general entre veinticinco y cuarenta años, sin hijos o hijas, en situación de empleo precario de forma más o menos intencionada. Persiguen trabajos temporales, viven sobre proyectos y persiguen contratos de trabajo con varios clientes al mismo tiempo, o al menos uno tras otro, por lo general sin seguro de enfermedad, vacaciones pagadas ni subsidio de desempleo; sus empleos no les cubren la seguridad social y por lo tanto no gozan de ninguna, o sólo de una mínima protección social. La semana de cuarenta horas de trabajo es una ilusión. El tiempo de trabajo y el tiempo libre no tienen fronteras definidas. El trabajo y el ocio ya no se pueden separar. Invierten el tiempo de trabajo no remunerado en acumular una gran cantidad de saber por el que no se les paga, pero que de forma natural se exige y se utiliza en las situaciones de trabajo remunerado”.[2] Sospecho que no voy a ser la única que se verá reflejada en mayor o menor medida en este contexto laboral. Es más, no creo poder añadir mucho más. Solamente me gustaría incidir en esa idea de empleo precario buscado –¿qué otra opción nos queda?- pues, aunque resulta de nuevo una afirmación peligrosa que puede ser y es utilizada perversamente, creo que rescata la idea con la que empezaba. No podemos olvidar que esto es una opción voluntaria que nos otorga una condición de privilegio y libertad al valorar las ideas y los deseos por encima de cuestiones económicas. Nuestra profesión es una de tantas pasiones que se desarrolla en condiciones precarias para la mayoría y en abundancia para unos cuantos elegidos. Es evidente que el pastel no está bien repartido y que debemos seguir persiguiendo mejoras, pero no deberíamos perder de vista el privilegio que supone poder trabajar en esto, aunque solo sea de vez en cuando. Por eso, no quiero caer en el victimismo tan arraigado en nuestra cultura, sino que prefiero abrir el debate. Lo que aquí dejo es solo un humilde punto de vista que nace de una trayectoria como comisaria aún muy pequeña. Espero que otros trabajadores independientes o “desempleados” del arte se animen a opinar sobre la cuestión de la supervivencia económica de manera directa, especialmente los artistas. ¿Quiénes mejor que los artistas conocen la situación a la que me refiero? Yo he aprendido de ellos que se puede ser –o más bien estar- comisaria aunque no se tenga una nómina fija por ello. Solo hay que confiar, dejarse llevar y, por supuesto, ponerse a trabajar (de comisaria y de otras tantas cosas más).

Beatriz Alonso

[1] Helguera, Pablo: Manual de estilo del arte contemporáneo. Tumbona, México D.F., 2005. P. 28

[2] Lorey, Isabell: “Gubernamentalidad y precarización de sí. Sobre la normalización de los productores y productoras culturales” en Producción cultural y prácticas instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional. Traficantes de Sueños, Madrid, 2008. Pp. 57-78

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